Gracias por venir, gracias por estar.
Rubén Szuchmacher. Sólo. Sobre las tablas. Un luz mortecina. Violeta. Cae en sus hombros y lo recorta. Todo el tiempo sólo. Sin nada. Sin nadie. Sólo un libro. O solo con un libro. Una novela barata. Escandinavia. Un best seller. Una trama bélica en dónde la muerte también es compañía. Como esta muerte, la de él, que se extraña con el cuerpo. Rubén se quedó solo. Él lo ha dejado y ahora todos llegan a saludarlo. A saludarlo a él y a despedir al otro. A él. A su él.
Y su cuerpo, el de Rubén. Y el de él también. El de él y el de Rubén. Ambos. Hablan con su sola presencia. Uno real, tangible. Visible. Palpable. El otro imaginado. Sugerido. Proyectado.
Y las visitas llegan. Incómodas y vacías. Con palabras vacuas, sin sentido. O, en todo caso, palabras para el sin-sentido. Palabras vacuas para el sin-sentido de la tristeza y la pérdida. Palabras chiquitas frente a la muerte del otro. De lo otro.
Rubén se preocupa por ofrecer dotes de camaradería y hospitalidad. Saluda. Los saluda a todos. Intercambia palabras como figurines para el álbum que no se llena. Que nunca tiene premio.
Se desdobla en varios tiempos. En un tiempo sin tiempo. Limbótico. Que se construye de atrás hacia adelante o de adelante hacia atrás. Porque poco importa. Porque en su elipsis es un tiempo pequeño, casi innecesario. En el que Rubén, con brillante diálogo corporal, pasa de una visita a otra. De una situación a otra. De una charla forzadamente amena a otra forzadamente solemne.
También recuerda. Y es otro tiempo. Y el mismo. También recuerda en tiempo presente. Lo actúa y, como tal, lo vive. Tal es el caso, en donde la nada le da a todo el mismo valor. La nada, el vacío de la puesta en escena, su minimalismo extremo anula la posibilidad del recuerdo. Porque con el sólo hecho de ponerle el cuerpo a ese recuerdo, pasa a tener el mismo peso dramático que algún supuesto tiempo presente que, por elíptico, episódico, anecdótico y saltarín, tampoco existe como tal.
Después vienen otras dos partes. Conclusivas. Quizás más condescendientes. Y quizás un tanto miedosas. De semejante inicio. Un poco explicativas quizás. Demandadas de relato. Embebidas en trama. Como si la historia sintiera el mismo pudor que el deudo al recibir las visitas del velorio. Y se viera, se sintiera obligada de llevar esa situación hacia algún lado que pueda dejar algo por contar. Más que lo innenarrable del dolor, del sufrimiento, de la pérdida y la muerte.
Rubén avanza. Siempre le habla al muerto. A su muerto. Y al final cumple un deseo. El deseo de él. No el de Rubén. El deseo del muerto. El deseo que lo llevó a pasar la noche en la comisaría. Y en la casa de verano. Rubén entierra a su amor. Está agotado. Transpirado. Siente calor en la noche oscura. Silenciosa y fría. Entierra a su amor. Se siente solo. Lee Escandinavia. Allí donde la dejó. Se la estaba leyendo a él cuando murió. Y ahora lo entierra en su casa de fin de semana en el campo.
Lo entierra y lee lo que seguía, en la página que habían dejado: Soldados escandinavos enterrando a un compañero muerto en guerra. Sus últimas palabras. Solemnes. Maquilladas para soportar el espanto. El miedo inevitable.
Rubén le lee a su amor muerto. Rubén el actor que juega con astucia con el Rubén director. Y con el Rubén íntimo, sin por esto ser biodrama. Despierta sus resortes, se expone. Y ahora se siente menos solo. Y nosotros también.
ROMÁN CÁRDENAS.
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