BEAUTIFUL FREAK
Por Gustavo J. Castagna
Cuando las reverencias de la crítica no se habían acallado en relación a David Lynch y ERASERHEAD, su opera prima, el director tuvo oportunidad de jugar en las grandes ligas con una producción mayor y bucear un tema que de alguna manera se toca con su opus inicial. Claro, el manto pesadillesco y onírico que padece Henry Spencer en ERASERHEAD, donde se conciliaban el surrealismo con el absurdo, habían convertido a la película en un “film de culto”, ubicada en el pantanoso terreno del “underground”, plausible a diferentes interpretaciones. Pero si Spencer y su pelambre convivían en un mundo de silencios, hijos monstruosos y familiares dementes, su aspecto de “freak” lo representaba como tal dentro de esa fábula misteriosa filmada en blanco y negro.
Mel Brooks (productor, actor, director), responsable de gemas paródicas como “Locuras en el Oeste” y “El joven Frankenstein”, convoca al joven Lynch para registrar los últimos años de John Merrick, una horrenda criatura con cuerpo y rostro deformados que vivió solo 29 años en aquella Inglaterra con el paisaje victoriano como contexto. Brooks había visto ERASERHEAD y le propone el proyecto a Lynh, quien acepta de inmediato, contando con la extraordinaria iluminación del gran Freedie Francis y con un obsesivo y títánico trabajo en maquillaje. La empresa de Brooks selecciona un reparto de estupendos actores ingleses (John Gielgud, Wendy Hiller), dos leyendas a esa altura, y le ofrece el otro rol central a Anthony Hopkins, todavía muy lejos de su clásico Hannibal Lecter.
La información, en este caso, es más que necesaria, ya que EL HOMBRE ELEFANTE es un mecanismo de relojería donde todas sus piezas funcionan a la perfección, desde la criatura que oculta a ese gran actor que es John Hurt, hasta la luz de Francis, el protágonico de Hopkins y los papeles secundarios. Y la acertada decisión de filmar en blanco y negro para reflejar aquella parte del siglo XIX donde se manifiesta una clara diferencia entre el poder aristocrático que rodea a la realeza y la marginalidad que acosará y denigrará a John Merrick. Lynch, por su parte, articuló una puesta en escena clásica, reposada, contemplativa y sin demasiados artilugios con la cámara para narrar la relación entre el cirujano que encarna Hopkins y el freak que personifica Hurt. La cadencia narrativa que gobierna al film, donde la cámara está donde debe estar, muestra el corto pero feliz tránsito de vida del personaje central, un fenómeno de circo hasta ese momento castigado y maltratado por su feroz amo y señor, un hombrecito bueno, tímido, reservado, invadido por ese cuerpo al que la naturaleza no le provocó beneficio alguno. En ese sentido, John Merrick es un otro y un diferente al resto: golpeado por su jefe y los marginales que rondan el hospital que actúa como su nuevo hogar, pero también, muy distinto al cirujano-amigo-protector, quien duda de su caridad por el bien de la ciencia. Merrick sobrevive en medio de esos dos mundos, donde el progreso que marcaría el inicio del siglo XX cambiaría la historia pero no las tradiciones británicas aferradas al positivismo como necesidad imperiosa. Es un ser humano demolido por la fatalidad de su cuerpo, su voz y su rostro, pero también, alguien que recuerda cálidamente a su madre y que cree en la fe religiosa para calmar su sufrimiento. Alguien que está obligado a dormir sentado debido al peso de su cabeza, pero que al final será aceptado por el paisaje victoriano. Y allí sí será donde él mismo decidirá descansar en paz por primera y única vez.
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