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Terciopelo Azul de David Lynch Seminario de Cine de Autor en el CIC

SÍ, ES UNA OREJA HUMANA

Por Gustavo J. Castagna


Jeffrey Beaumont vuelve del sanatorio y del reencuentro con su papá, quien padece un inesperado trance de salud. El equilibrio familiar y la armonía del pueblo se rompió con esta súbita noticia: las flores de colores contundentes, el bombero y su saludo y la dulce música y letra del tema Blue Velvet parecen quedar atrás a raíz de la triste novedad.


Jeffrey vuelve a pasar por el mismo lugar que al inicio del viaje: una casucha de chapa, un terreno baldío, alguna vegetación desprolija, las piedras. A la búsqueda de una, tal vez para expiar el dolor o acaso con el fin de recordar un instante de la infancia, encuentra una oreja. Sí, una oreja. Mira a ambos lados, la coloca dentro de una bolsa y la lleva a la comisaría. El jefe de lugar, absorto por el descubrimiento, expresa de manera locuaz: “sí, es una oreja humana”


David Lynch, con este momento que está al inicio de TERCIOPELO AZUL, concibió la escena clave para comprender su cine, al anterior de los cortos y de ERASERHEAD y EL HOMBRE ELEFANTE, y al que vendría más adelante, desde CORAZÓN SALVAJE hasta IMPERIO.


Nada será lo mismo de allí en más. Jeffrey (extraordinario Kyle MacLachlan) encarna el novio ideal de una frágil chica rubia que se viste como en los años 50 con su pollera con volados. El pueblo pacífico y cansino deja ver su rutina cotidiana, su cáscara protectora, sus personajes altruístas. Pero no, debajo de la superficie está la incomodidad, el lado oscuro, el cuerpo dañado, las pastillas alucinógenas, el mal personificado por Frank Booth (el gran Dennis Hopper) con su fetichismo de color azul, su respiración inquietante, su particular máscara de oxígeno. Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) será el eje entre los dos hombres, el cuerpo a espiar, la herida voyeurística, el dolor de una madre al que le secuestraron a su esposo e hijo. La piel blanca y surcada por el maltrato atrae a Jeffrey, el buen habitante del pueblo, hasta llegar a determinadas situaciones donde se concilian el absurdo con la estética surrealista. Todos son (¿somos?) como Jeffrey, parece decir (nos) David Lynch, como también tienen (¿tenemos’) bastante de Frank Booth. Personajes opuestos y complementarios, el bien y el mal que se fusionan en un solo cuerpo. El paisaje idílico del pueblo corroído por una lucha de insectos: allí está Lynch, auscultando al género humano con su mirada de entomólogo, heredando tópicos de su principal referente, el español Luis Buñuel.


“El mundo es un lugar extraño”, se dice al final, mientras un petirrojo devora con impaciencia a un insecto. David Lynch, obviamente, tiene razón.

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