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Crítica de “Blue Jasmine” de Woody Allen

EL OCASO DE UNA VIDA

Jasmine French (Cate Blanchett) es una mujer atrapada en su propio pasado. Cuando el espejo se rompe comprueba que la vida de lujos y sibaritismo all-inclusive, responde a los oscuros entretelones financieros de su marido (Alec Baldwin) que, a fuerza de falsa filantropía, se roba el dinero ajeno bajo el pretexto de ayudarlos a multiplicar sus arcas evadiendo los impuestos del gobierno.



Con su pasado diezmado, su esposo ahorcado en la cárcel, todas sus cuentas bancarias intervenidas, sus propiedades embargadas y por supuesto ninguna amistad en pie; viaja desde New York a San Francisco -sin privarse aún de la Primera Clase ni de sus valijas L. Vuitton- a “visitar” a su hermana Ginger (Sally Hawkins) por algunos días hasta que las aguas se calmen o, hablando mal y pronto, hasta que pueda juntar un par de dólares no sólo para poder hospedarse en un lugar acorde a su categoría de distinguida, sino incluso para poder comer y hasta para poder comprar las Xanax que religiosamente consume para tratar de evadir las preocupantes lagunas neuronales que la acosan, dejandola por minutos en un limbo temporal del que siempre vuelve en reversa (hablando sola y reviviéndo alguna situación del pasado).


Su hermana -su hermanastra en verdad- a quien también el marido de Jasmine estafó cuando se ganó la lotería y tuvo la única posibilidad seria de cambiar su status para siempre, responde a otro estilo de vida en términos socio-culturales. Y Jasmine a lo largo de su vida la ha evadido elegantemente por no considerarla digna de su relación. Ahora, con el caballo cansado, la que viene a pedir ayuda encubierta es ella, la hija pródiga, la que siempre tuvo todo, la mejor y más bonita, la nacida para todos los lujos, como aquella protagonista de El Collar de Guy de Maupassant.


Pero más que a literatura, Blue Jasmine huele a teatro. A dramaturgia. De más está decir que los puntos de contacto con Un Tranvía llamado Deseo, son muchos. En terminos temáticos, de “circunstancias dadas”. Pero la relación es más profunda también en términos formales. Woody Allen recuerda al mejor Tennesse Williams -o se podría decir que el mejor Woody Allen (re)aparece justamente por su astucia y sutileza de dramaturgo- en la estructura dramática del film. La inestabilidad psíquica y emocional de Jasmine da pie para insersiones de ruptura espacio-temporales que se debaten entre un mero flash-back manipulado por el narrador y un viaje al interior cerebral de una mujer cada vez más perdida y ausente. Pero la contundencia aparece cuando la organización de estas irrupciones del pasado aparecen de forma no-cronológica, y no con el único fin de (re)organizar astutamente la información en términos de estructura narrativa, como bien podría hacerlo Tarantino; sino además con una constante coherencia en términos dramáticos para con el momento actual, para ese falso tiempo presente que vive la protagonista. Es aquí donde el Drama hace mella de una pieza de notable riqueza. El constante contrapunto dramático entre el presente y el pasado no sólo es exquisito sino que deja, de modo residual, información. Lo que otros directores presentan como plato prinicipal, aquí es sólo el postre.


 

Y los lauros se acrecientan cuando se deja atrás el libreto y se adentra en el terreno de la representación: no sólo es un descomunal monólogo de noventa minutos de Cate Blanchett -por momentos su elasticidad y contundencia recuerda a Gena Rowlands en Una mujer bajo influencia- sino también reinvindica a Woody Allen como un genial y notable director de actores, sobretodo a partir de la inclusión de los personajes secundarios. La escena entre Cate Blanchett, Alec Baldwin, Sally Hawkins y Andrew Dice Clay (el ex-marido de Ginger), es de una sutileza, lucidez, humor, acidez y precisión que no se puede apreciar habitualmente en una sala de cine.


La invisibilidad de la cámara, su tersura y aplomo devuelven a Woody Allen al territorio de sus grandes películas. Aquellas en las que la dramaturgia era tan clara y contundente que la coreografía de captación del narrador debía remitirse a danzar desapercibidamente por el salón de fiesta.


Cuando el machismo y la misoginia empiezan a aparecer en el film como un tópico ciertamente incómodo, el final de la película devuelve todo a su lugar. Si algo faltaba para que Jasmine French pueda ser un personaje querible, era esa única mentira benévola que se permite con su hermana antes de dejar su casa. De una sutileza tan grande que podría parecer un intento más de vivir en el pasado, de no aprender de los errores, de los crueles embates de la mentira, sino fuese porque aquí, con esa decisión, no solo beneficia por vez primera a su hermana, sino que también la única perjudicada es ella misma. Cuando el ocaso de Jasmine empiece a perpretarse en ese banco de plaza, como una homeless que pierde sus estribos psíquicos para quedarse a vivir en su mundo paralelo, aparece de nuevo esa canción en su cabeza “Blue Moon”, con su letra toda mezclada, sin poder desenredarla: Luna triste / tú me viste sola / sin un sueño en mi corazón / sin un amor en mí / tu me escuchaste rezar / por alguien que pudiera cuidarme / …


Blue Jasmine, es una película implacable, impecable, sin grietas. Lejos del paseo europeo que Jasmine French rememora en tiempo pasado, y del que el propio Woody Allen emprendió no con demasiadas luces entre Barcelona, París y Roma; este retorno (a los 77 años) a las costas norteamericanas es también un retorno a ese cine mayúsculo que llevó a Woody Allen al lugar que se merece, que evadió por un tiempo, pero que lo ciñe, lo representa y lo define. Tal cual sus personajes.


Román Cárdenas.

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