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"Fitzcarraldo" de Werner Herzog - Seminario de Cine Haynes + Haneke + Herzog

EL VIAJE HACIA EL FIN DEL MUNDO (segunda y última parte)

Por Gustavo J. Castagna


En realidad, los viajes hacia el abismo del mundo concebidos por el alemán desaforado y sin red posible continúan hasta hoy, razón por la que llegar a ciertas conclusiones sobre el tema puede resultar algo o muy apresurado y sin demasiados fundamentos.Está bien, Herzog es un señor que superó los 70 años y seguramente ya no está en condiciones de acompañar los momentos demenciales de Lope de Aguirre en aquella travesía hacia El Dorado ni tampoco, aun cuando sería gestada una década más tarde, emprender un nuevo viaje por el Amazonas profundo con un barco, la música operística desde Enrique Caruso en la voz y Klaus Kinski dirigiendo con su habitual enajenación actoral (¿o no?) a una tripulación de indígenas y gente destinada a un pabellón psiquiátrico.


En efecto, Herzog no tendrá toda la energía que mostraba en los tiempos del rodaje de FITZCARRALDO (1982) pero su espíritu de director aventurero permanece intacto, aun cuando –por comentarios ajenos- sus últimas ficciones no estarían a la altura de su abundante currículum como cineasta.

FITZCARRALDO es una película extensa –oscila las dos hora y media- pero altamente disfrutable por varios motivos. En primera instancia, el relato que se circunscribe a describir la previa al viaje del personaje jugado por Kisnki.

En esos momentos, casi toda la primera hora del film, Herzog construye una aventura demencial sobre los intentos y deseos del personaje porque los dueños de las plantaciones de caucho inviertan parte de sus fortunas en saciar el pedido del líder fanático de la ópera. Para lograrlo, contará con su pareja, una criatura personificada por la impetuosa y ya cuarentona Claudia Cardinale –bella a los 20, a los 50 y también hoy-, dueña de un prostíbulo que calma las apetencias de los capitalistas salvajes. En ese segmento, el grupo se va conformando de a poco: un gigante especialista en mecánica, un cocinero muy particular (en un principio el papel estaba destinado a Mick Jagger, quien hasta llegó a rodar alguna escena), un veterano con la suficiente experiencia para manejar al barco a pesar de que está perdiendo la vista, y un grupo de indios reclutados como esclavos de los popes del caucho, y ahora, empleados a todo o nada, a morir si es necesario, debido a las órdenes del díscolo y locuaz Fitzcarraldo. Esa primera parte del film servirá de prólogo para el inicio del andar inestable del barco, en tanto, el enajenado Kinski, dále que va con el disquito de pasta de Caruso y la respectiva púa de esa mezcla de tocadiscos y fonógrafo. Allí, por lo tanto, Herzog dará rienda suelta a los brotes de locura no solo del personaje central sino también del resto de la tripulación, aferrada por obligación a cumplir una misión que parece procedente de un loco de remate. Perdón, en todo caso, de un personaje de Herzog, es decir, de aquellos que arrasan con todos los obstáculos posibles que la naturaleza le coloca a sus propósitos. Aun cuando algunos indios del lugar deban dejar sus vidas en pos del objetivo pautado por el protagonista (¿ficción?, ¿realidad?, ¿las muertes fueron “reales”?), al momento de arrastrar al barco por unos rieles y así remontar el río, la correspondencia entre Fitzcarraldo y otros títulos del cineasta resulta más que clara y contundente. En ese sentido, el personaje jugado por Kinski jamás tiene los pies sobre la tierra (o sobre el barro), sino que su pose autoritaria y la forma en que observa al mundo “desde arriba” encajan perfectamente en la frecuente tipología que elige su director. Bien arriba, superiores al resto, habano en mano, con Enrico Caruso y su voz desde las composiciones de Verdi y Puccini, feliz y contento de haber cumplido una misión que solo le corresponde a un personaje de Herzog. Y a una criatura cinematográfica interpretada por Klaus Kinski, la otra cara de una misma moneda.

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